La sorra

Febrero de 1939. Las playas de arena rosellonesas son campos de concentración. El mar y las vallas de alambre espinoso rodean la inmensa prisión que acoge la riada de personas que huyen de la derrota de la guerra. Llegan devastadas. Soldados, mujeres, hombres y niños, familias enteras, buscaban nuevos caminos y sólo han encontrado arena. Arena en las uñas, arena en el pelo, arena en la piel y arena en el alma. No quieren mirar atrás, pero miran; no pueden tener esperanza, pero las tienen. Las autoridades francesas han separado a las personas y las han distribuido en secciones. Se encuentra a gente tan diversa como una joven de quince años, una madre y sus cuatro criaturas y una miliciana embarazada; un profesor, un voluntario republicano o un soldado de leva. Mientras esperan, se miran a los ojos, oyen voces del pasado o se evaden en sueños. Miran mucho el horizonte, que es la única parte del campo que queda abierta. ¿Pero dónde sitúan los horizontes si los ideales se han derrumbado? Entre la desolación de un espacio parecido al limbo y el mar como símbolo de una promesa de libertad, La arena nos transporta a un pasado no muy explorado y también a un presente terco, el de la épica de la gente corriente que huye del horror de la guerra. Porque, ¿desde dónde se puede construir, explicar, narrar, la condición del refugiado migrante?