Academia del Hispanismo, 2021
(Theatralia ; 23)
224 p.
9788417696474
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Una tragedia es una desgracia, una catástrofe, cuyos antecedentes resultan imprevisibles y cuyas consecuencia son por completo irreversibles. Una novela o una obra de teatro con final feliz son obras de arte frustrante para las expectativas de un mundo contemporáneo y posmoderno. Sólo el cine tolera finales felices: desde la caída del Antiguo Régimen, la literatura los repudia. La literatura no quiere «acabar bien». Porque la felicidad no es significativa de nada en absoluto. La dicha no tiene valor semántico, ni mucho menos estético. No en vano la democracia es, en el arte, el triunfo de la desdicha, el fracaso y la tragedia nihilista. En la posmodernidad, la política es mucho más idealista que la literatura. De hecho, la presunta literatura idealista no es ni siquiera literatura, sino propaganda política o un mercantil panfleto ideológico. La posmodernidad misma es glorificación comercial de los más mediocres contenidos políticos.
La literatura trágica en general, y muy en particular el teatro, se ha ocupado más de usar el comportamiento humano para justificar un orden moral trascendente que para explicar de forma real y efectiva la naturaleza de ese comportamiento. Una vez más, la literatura, y sobre todo la tragedia, ha estado más cerca de la metafísica, de la religión y de la moral, que de la realidad efectivamente existente. El arte, en este sentido, ha hecho un uso servil del ser humano, un servilismo destinado a mitificar irrealidades todopoderosas, y ha pretendido que este ser humano crea ser una excepción en la cúspide de un cosmos supuestamente diseñado para él, como criatura superior a las demás criaturas. La realidad de la vida es muy diferente: el ser humano es una partícula más, entre todas, sujeta a las incidencias de un orden operatorio muy difícil de controlar. Sólo a través de la razón el ser humano se hace compatible con el orden operatorio del que brota y al que está sujeto dialécticamente.
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