Amadeo I es en Italia, de donde salió para España con lágrimas en los ojos, intuyendo tal vez, lo que le esperaba, un ilustre desconocido. Bien que sus restos reposan en Superga (Turín). Amadeo de Saboya fue un rey valiente y galante, un demócrata excesivo para un tiempo histórico, el español, intolerante y resabiado. Vicente Araguas nos narra el dolor reflexivo de su personaje central en el transcurso de un viaje alucinado, el que lleva al segundo rey Galantuomo (el primero, su padre, Víctor Manuel II), al destierro, luego de su abdicación. De Madrid a Lisboa, en viaje suficientemente largo (y penoso) para que el rey demócrata (quien hubiera sido un espléndido presidente de república) desgrane sus pensamientos; políticos, históricos, eróticos, en paralelo con los de aquellos de quienes jugaron un papel importante en su reinado, tan efímero, apenas dos años. Así Adela Larra, su primera amante —y mentora— española, María Victoria dal Pozzo, su esposa, Fernández de los Ríos, Ruiz Zorrilla, Pío Nono, el propio Víctor Manuel II o el almirante Topete desgranan sus letanías sobre quien, habiendo sido convidado a regir un país, se encontró con un conjunto de indiferencias cuando no vejámenes de una nación habitada por selenitas. Y es que en un momento dado Amadeo le confiesa a ser ayudante, el fiel Dragonetti, que parece que hubiesen llegado al País de la Luna. De él marchó Amadeo I con lo puesto. También con el recuerdo de una muchacha caribeña, Altagracia Manglares, a la que entrevió en su primer viaje a España (cuando Isabel II quería casarlo con la Chata, aquella infanta tan oronda y castizorra), y que nunca fue suya, sino del Coronel Ardora. Pareja esta, Manglares y Ardora, que le dan un giro a la novela de Araguas, en tanto que la oxigenan, con un tono erótico. Una novela, pues, histórica, ma non troppo, escrita por un autor tan de fondo como el corredor aquel de su amado Alan Sellitoe. |