Una mujer le había hablado de los esteros de Iberá como del último rastro de una geografía anterior a la Historia. En su momento él prefirió ignorar el nombre de esa mujer, dejar el recuerdo de esa noche en un limbo donde flotaban otros recuerdos, anteriores y sin nombre. Ahora, en la luz dorada del crepúsculo, como llamado por el paisaje, el rostro que se había deslizado en su memoria hacia algo parecido a un sueño resurgía de las aguas de la laguna como una criatura fantástica, tal vez imaginaria. Un sueño que rehusaba borrarse. Entre la selva misionera y la Patagonia más árida, Cozarinsky entrelaza los destinos de tres personajes que nada predisponía a cruzar. Salvo, tal vez, el regreso de una música olvidada, el poder de un veneno sellado bajo la piel, la tenacidad de un amour fou que los años no derrotan. |