Una de las tareas más apasionantes de la teología es situarse en la gran Tradición de la Iglesia y avanzarse a leer la Escritura según el Espíritu con el que fue escrita. Hay que elaborar una hermenéutica del dogma, desplegar los núcleos y las intuiciones de los Concilios y del Magisterio, sumergirse en los armónicos de la «lex orandi» y del entramado sacramental de la Iglesia, comprender el «sensus fidei del pueblo de Dios y su praxis de vida evangélica en el decurso de los años y de los siglos. Todo ello, sin embargo, debe realizarse sin evitar las preguntas y las demandas múltiples que llegan del mundo, donde conviven creyentes y no creyentes, gente de una confesión religiosa y de otra, autóctonos e inmigrantes, integrados y alternativos. Con su teología de la historia, la Dei Verbum contribuye a precisar el lugar de la Palabra que se hace presente en la humanidad y, en último término, a mostrar el rostro de un Dios, que «dispuso en su sabiduría revelarse a Sí mismo»; de este modo « los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo» (DV 2). |