No sé si ya lo he dicho antes: trabajo de narrador omnisciente —¡con algo hay que ganarse la vida!— y mi misión, como es público y notorio, consiste en saberlo todo acerca de la historia de que me ocupo en cada momento; los vericuetos encubiertos de la acción o las condiciones atmosféricas de cada escenario no deberían tener secretos para mí, he de estar también advertido del disimulado afecto o la animadversión declarada que los personajes se profesan, de sus fobias y filias más privadas; mi tarea es ordenar y dosificar, siguiendo prefijadas pautas y estrategias, la información que el autor se muestre dispuesto a suministrar al lector. Nada debería escapárseme, al menos ése era el plan, pero me temo que el artilugio ya no funciona exactamente así en los últimos tiempos, a veces tengo la sensación de que ellos —los personajes— van por libre y hacen lo que les da la gana, incluido jugar conmigo al escondite, como acaba de verse. No, no corren buenos tiempos para nuestro gremio, no abunda el trabajo y en el poco que hay las condiciones laborales resultan cada vez más degradantes. Se nos exigen claudicaciones impensables hace sólo unas décadas: poner voces, disfrazarnos y, como un personaje más, salir temblorosos a escena con nuestros mal memorizados parlamentos —¡lo nunca visto!—; de un tiempo a esta parte la situación contractual se ha desquiciado y cualquier autor recién llegado nos lleva y nos trae a los narradores de la ceca a la meca, haciendo cabriolas y equilibrios sobre una lata como cabra de gitano. En fin, y perdonen el galicismo, se espera de nosotros que juguemos un papel. |