Epílogo de Antonio Fernández Molina Apéndices de Luis García-Abrines y Julián Gómez Recuerdo que en uno de los libros de cuentos de mi infancia, había un viejo grabado que representaba el vuelo de una bandada de pájaros a contraluz, mirado por una niña: era uno de esos dibujos nacidos para la cirugía de Max Ernst, prometedor de mundos ocultos detrás de la limitación de lo dibujado. Yo entonces, claro está no sabía nada de esto, pero me daba tristeza porque era de una dulce poesía aquella escena. No volví a recordar en muchos años nada de esto hasta que oí el llanto de los pájaros ravelianos. Entonces repentinamente volví a verlo, clara y suavemente fue entrando la música en mi alma y era como una lenta inundación de todo lo tibio, y recuerdos muertos se erguían en mi interior decorado por los sueños. Juan Eduardo Cirlot Por mi edad entonces –y el consecuente y lógico desinterés por determinadas cosas–, no recuerdo la presencia del libro «Pájaros tristes» en la casa de mis tías del Paseo de la Independencia 8 (Zaragoza), aunque allí estuviera. Mi recuerdo se sitúa claramente en la casa del Paseo de las Damas. Era a principios de los sesenta, yo tenía 12 ó 13 años, e iba todos los días a clase de piano con la tía Pilar. Por entonces venía también conmigo mi hermana Isabel, que empezaba sus clases de música, y primero uno y luego otro, recibíamos las lecciones de la tía. Mientras Isabel daba su clase yo probablemente andaba con la tía Carmen, pero también leía o estudiaba en la misma habitación de los pianos, sentado o tirado en los sillones morris o en el diván que luego sabría diseñado por Alfonso Buñuel. En la mesa redonda de varios niveles, con algún álbum viejo de fotos, estaba ese libro, y su lectura era una de mis distracciones recurrentes. El autor y la dedicatoria no me decían nada, pero sí los poemas que contenía. Un actual análisis retrospectivo de mis sentimientos puede resultar poco veraz, pero supongo que me atraía la inusual encuadernación manual en pergamino, la para mí entonces desconocida disposición de los versos, en sugerente desorden y variedad de márgenes y espaciado de líneas, y su escritura a máquina, con erratas y desigual impresión. Sí es veraz el recuerdo de la emoción que en mi causaban; leídos y releídos, copiados en hojas cuadriculadas de bloc de estudiante, estos versos despertaban en mí imágenes lejanas, casi oníricas, cierto miedo en sus estrofas duras de pájaros sin ojos, de gritos y pájaros muertos, y se grababa en mí su repetido y rítmico esdrújulo, de una manera muy virgen, en alguien que no conocía mas poesía que los ejemplos escolares tradicionales. Unos pocos años más tarde, viviendo ya en Madrid y habiendo conservado las hojas cuadriculadas, compuse una canción con uno de los poemas. No puedo todavía comprender qué me movió a hacerlo, pues, aun considerándome músico, nunca he intentado componer, estimando necesario para ello un ánimo o inquietud interior (que ahora no voy a intentar explicar mejor), y que pienso que no tengo, pero en aquella adolescencia algo me indujo a hacerlo, y creo que mucho tenían que ver los propios poemas musicados. Con influencias de las canciones de Fauré, el previsible resultado fue bastante malo, y , si fui capaz de enseñárselo alguna vez a mi tía Pilar, no recuerdo su comentario. En al año 1996 murió mi tía Carmen, y todas las cosas de mis tías vinieron a nosotros. En algún momento del reparto con mis hermanos solicité aquel libro de memoria imborrable. Ni aun entonces, sabiendo, eso sí, que el libro estaba escrito por un antiguo amigo de la tía Pilar, investigué o reconocí nada sobre él, satisfecho solamente por tener un emotivo recuerdo más de lo vivido con mis tías. Solamente luego, cuando empezé a ordenar y archivar todo lo relativo a mi tía Pilar, y gracias al aviso de mi amigo Julián Gómez –concienzudo colaborador en lo que llamamos Archivo Pilar Bayona–, se reveló que quien firmaba y dedicaba aquel libro era nada menos que Juan Eduardo Cirlot. Pronto encontramos también un soneto A Pilar Bayona y otro poema sobre Scriabin escrito sobre una partitura de este compositor. También apareció un ejemplar, igualmente dedicado y firmado, de La muerte de Gerión, edición de 1943, cuya lectura convocó en mí los paisajes de mis pájaros, añadiendo un escalón más entre ellos y la posterior poesía de Cirlot. Inmediatamente ampliamos nuestra biblioteca comprando todo lo que encontramos de poesía cirlotiana, para buscar los poemas que poseíamos, o alguna referencia en estudios o bibliografías. Vimos que varias de las figuras o temas que aparecen en ellos tenían continuidad en su obra: la música, Scriabin, la evocación de culturas antiguas, la Doncella, etc. Descubrimos también que el recuerdo del grabado de la niña y los pájaros descrito en la dedicatoria se cita también en algún otro texto del autor, pero no encontramos rastros de su publicación. Pronto dedujimos por las fechas (1941 el soneto, 1942 el libro) que era probable que fueran inéditos, e incluso era posible que fueran ejemplares únicos, datos ambos que más tarde fueron ratificados por Victoria Cirlot en una agradable entrevista que mantuvimos en Barcelona. |