Cuando Verlaine publicó Les poètes maudits, en 1884, dio carta de naturaleza a una categoría de literato cuyo genio era a la vez su maldición: la tragedia vital y la tendencia a flirtear con el abismo —a veces con la demencia, a veces con la propia destrucción— eran rasgos característicos. Verlaine incluía a seis poetas a los que había conocido personalmente en su lista de malditos, uno de ellos Stéphane Mallarmé, monarca indiscutible del parnaso personal de Panero. Los textos panerianos se caracterizan por una ruptura vanguardista, un acto de provocación de un yo poético siempre transmutado en innumerables máscaras culturalistas o de caliginosa semblanza, pulsión de Tánatos y escepticismo. Panero, en definitiva, es disenso y distopía. Expresión de un ámbito literario enmarcado dentro de la sentencia nietzscheada de «Dios ha muerto» y el arquetipo freudiano del «parricidio originario». Quizá, el último maldito. Buscó y consiguió ser un poète maudit; creó su propio papel para el mundo; hizo de su vida literatura, y de la literatura, su vida. |