Estas memorias de Manuel Domecq Zurita, tan bien recogidas y acogidas por Carmen Oteo, dan más de lo que prometen. Por supuesto, dan fe de una época gloriosa para el vino de Jerez y el Jerez del vino. Aquí hay amor y lujo de sobra, tradición y tipismo, y eco y anécdota como para satisfacer a los paladares más exigentes que se acerquen al reclamo del prestigio sonoroso de las grandes estirpes bodegueras. Con todo, en paradoja muy del gusto de Eugenio d?Ors, lo más costumbrista nunca es lo más individualizador. D?Ors llamaba la atención sobre lo parecidos que resultan todos los trajes regionales europeos y las danzas típicas. Así, fueron los Buddenbrooks los que terminaron de aclararme, con la luz indirecta de un espejo, a las familias notables de mi comarca, alguna relativamente (si me permiten el anglicismo) cercana y otras más aún desde mi boda. Como en la novela de Mann, en las lágrimas del vino, se cuenta la historia de una vieja y ennoblecida familia de negocios, a la que se admira, se ama, se comprende y, al final, se llora. Lo verdaderamente singular e insustituible de este libro, sin embargo, es el alma de un hombre, como no podía ser de otro modo. Sobre el telón de fondo -esplendorosamente bordado- del jerez y su mundo, asistimos a una inesperada historia personal, intransferible y estremecida, que alcanza, y no contábamos con eso, a conmovernos. |