El ser humano deja huella de su paso. Un rastro al que llamamos, usualmente, historia. Cuando esta huella se hace conciencia, cuando la voluntad le da una forma, el paso tiende a ser más que un paso, tiende a ser salto, baile, coreografía; el paso trasciende al paso para transformarse en poema. El hombre se convierte, así,en creador, en poeta. Su huella es la misma y otra, se desdobla, es la verdad y el espejo. No menos histórica, no menos cargada de tiempo, pero más espiral, más definitoria, allende o aquende de lo que somos, elevada y ensimismada, dentro y fuera, subjetiva y de todos. La vida, una tesela de su misterio, en ese paso, queda desvelada. Huella límite de investigador puro, de curiosidad, de niñez sin tacha. Así, por ejemplo, la huella del pintor de Altamira, de Rodin, de Van Gogh, de Lautréamont, de Lorca, de Chopin, de Cervantes, de Caravaggio, de René Char. Huellas que abren trocha ahí donde no había nada, conquistando el vacío. Así la mano y el ojo pensantes, que nos llevan, en el ejercicio y el vértigo del funámbulo, a un horizonte sin atadura, perdiendo pie en el aire. Son huellas en el límite donde, a decir del poeta, “la luz y la oscuridad nos son madres”, donde la existencia se viste y desviste de sí misma. Mirada extremada, radical; lenguaje de la única vanguardia posible: la que siembra palabras en el silencio. |