La obra de Manuel Neila es extensa y brillante. Abarca lo distintivo de diversos géneros y materias, destacando en poesía, ensayos, traducciones, narrativa y algunas cosas más. Es, por lo tanto, un escritor, un poeta reconocido desde largas distancias, aunque él a veces acorte el paso para detenerse en lo que más le importa, como deja muy claro en las palabras que abren este exordio: «el asombro ante la vida, la celebración del devenir y la conciencia de la finitud». La calidad de un libro no es solamente verbal; es decir, las deslumbrantes imágenes o las atinadas metáforas no significan nada si sólo fueran palabras que enmascaran la falta de contenido. Lo que atrapa entre las líneas claras de este libro, y en muchos libros más de Manuel Neila, es la profundidad de un testimonio que avala la veracidad de un discurso amparado por ese silencio que trasciende y avanza más allá de lo que el poeta contempla. La interrelación de un paisaje y lo reflexivo que esa contemplación suscita viene de antiguo; pero, ¡qué nueva surge siempre de las cavilaciones interiores a través de su profunda y personal mirada! Unos versos de concepción musical, tan complejos, desprovistos de parafernalia, llenos a veces de esa tonalidad panteísta que los funde con el cosmos, con la universalidad de los seres, las cosas, la naturaleza, la pitagórica música de las esferas; algo que esta poesía consigue retener certeramente, alumbrando esa porción de alma en la que confluye lo que se contempla y nos desasosiega, ya sean los días asediados tras el momento habitable de una inalterada plenitud, lo antilógico de estaciones contiguas, el desocuparse de lo que no importa demasiado o el saber lo que dictan los silencios mientras el poeta camina. |