A lo largo de la historia la actividad artística ha atravesado diferentes estados y situaciones, fruto del carácter mutable de Occidente. El ascenso del secularismo en el siglo XIX, con la era industrial y la cultura del final de siècle, promovieron una imagen del arte como sinónimo de causas perdidas, de enajenación o desviación, cercando paulatinamente los procedimientos artísticos en un plano alejado de la realidad. De este modo nace para nosotros el ideal romántico de artista maldito, figura extraña y ajena al mundo fuera de Occidente. Ya en nuestro tiempo, el arte como objeto de consumo se ve estratificado, se hace suprahumano y sus obras llegan a cotizarse por cantidades astronómicas en las subastas de Sotheby’s; el artista como ente individual accede a un segundo plano en favor de un organismo mediático destinado a trastocarlo en marca registrada, imagen publicitaria que linda la caricatura grotesca del acto creativo. Esta norealidad ideada para el consumo de masas se escinde así del acto artístico entendido como manifestación singular de lo real, y es ahí donde cobra importancia la idea de límite. El maldito es un ser fronterizo, un outsider, un espalda mojada que transita por tierra de nadie, y por tanto su acción se convierte en isolación, viaje argonáutico por el que se cierra el ciclo regeneracional de la vida y muerte del arte |