A mi abuelo Graciano le llamaban El Moro. Era de una fealdad inquietante. Su rostro de ojos rasgados y pómulos altos descendía hasta el rictus de unos labios apretados y húmedos de marcado perfil. Sería difícil precisar si aquellas facciones mongoloides obedecían a un antepasado oriental o a una genética familiar marcada por la endogamia y sus peores consecuencias. En su corta pero prolífica vida, mi abuelo Graciano engendró nueve hijos, tres de ellos subnormales. Sin embargo, el equívoco apodo lo heredó de su padre, Cecilio Asparren, un auténtico arquetipo vasco de ojos claros, nariz prominente y mandíbula rotunda a quien llamaron moro a su regreso de Filipinas, donde emigró en busca de fortuna y solo encontró su desgracia en un burdel de las cloacas de Manila. |