A decir verdad, nadie parecía haber asesinado al embustero; aunque era un hecho consumado —a tenor de lo visto—, que estaba muerto. Su hijo, la viuda y algún amigo —en una rara escala de compromisos ambiguos— fueron los únicos que trataron de averiguar más acerca del trágico e inexplicable suceso. Pero lo que más sorprendió a todos fueron las eliminaciones selectivas en las que estuvo directamente involucrado el muerto, como hacedor principal. “Si llego a saberlo jamás me habría alejado de él”, diría Rafaela —su viuda—, arrepentida por haberlo ninguneado. “No te creas nada, es una farsa”, señaló un viejo enemigo del embustero. ¿Qué había sucedido realmente?, ¿y qué interés podían tener sus allegados sino descubrir al sutil albedrío? Mucho antes, el difunto ya lo advirtió a sus íntimos: “Es una entelequia. Me figuro las cosas de otra manera; como si todo estuviera en un cuadro donde se me permite alterar algún detalle. ¿Ves esa escena? No puedo cambiar ni el principio ni el fin ni el con quién, pero sí el cómo. Es una composición maltrecha; voy a desbaratarla para ver qué sale luego..., y desde allí para siempre. Empecemos”. |