Hay algo denso en la poesía de Mariela Dreyfus. Algo que no se desintegra con el hueso. No viene de Vallejo aunque lo circunda de cerca, esos heraldos negros que invitan a cantar. Es una música oscura. Y es que aquí hay deseos que sucumben a los estratos del dolor y de la muerte ejerciendo su dominio hasta que el cuerpo ya no da más. El cuerpo es el predestinado al placer, que se afirma porque sí, por narciso, por amor, o por la sola aventura de juguetear frente a un espejo. Pero también aquel que se enseña al hijo que aprende a nombrar por los colores cada órgano. Y el órgano de Mariela Dreyfus es la voz, la música en sí del poema que se aferra a lo indomesticable, a lo indomeñable. Aunque ambos poemarios Morir es un arte y Cuaderno músico, abundan en relaciones familiares, hay un espectáculo que no se resigna a la entrega, es un espectáculo que señala la necrosis instalada en cierto lugar de la boca que es el lugar del decir y también del contar. El no poder, o no haber podido ya no cuentan. Es más la clandestinidad del sentimiento que se admite sin vergüenza, la escenificación de conflictos que no se determinan por un estado de claridad. Hay un nudo en la poesía de Mariela Dreyfus que apenas se disimula, pero del que a la vez se participa. El lector queda deslumbrado por la intrepidez de este proceso que no cierra, que no deja de derramar una melodía que surge de una piel morena, o de un pezón, o de un lápiz que se aprieta más de la cuenta. |