Ya iba a ponerse el sol cuando nos dejaron en medio de una plaza. Me subí a un vehículo formado en su parte delantera por media bicicleta y en la trasera por un minúsculo coche de caballos cuyos asientos de cuero gastado mostraban por sus grietas el fieltro sucio. Un hombre escuálido pedaleaba con la parsimonia que imponía el peso de aquel aparato más el de su ocupante. Vestía una camisa gris con minúsculos dibujos de cachemira, una tela ocre atada a la cintura a modo de falda y los pies descalzos. Nos internamos en una avenida sin arquitectura visible. Todo estaba cubierto por objetos o personas. Allí donde ponías la vista había sacos de especias, verduras, chatarra, telas y hombres, mujeres, ancianos o niños, por todas partes gente, una multitud impensable, inagotable, salpicaba hasta en el lugar más inverosímil, cualquier esquina, cualquier ventanuco aparecía atestado, con caras de críos despeinados, con viejos pensativos o tullidos mendigando. |